jueves, 8 de octubre de 2009

Sara y Roberto 9. Desgarro.

Cuando Roberto llegó a casa estaba empapado. Aunque contradiciendo al refranero el mes de abril había sido seco y frío, ese mes de junio estaba siendo especialmente lluvioso. Aún así, Roberto, aquel desgarrador día de principios de junio, salió con apenas una camiseta y una cazadora vaquera. Ni paraguas, ni el chubasquero que su madre, orgullosa, le había regalado cuando le concedieron la beca para hacer el doctorado en Londres, bajó Roberto ese día a la calle. Tampoco bajó sabiendo que su relación con Sara se rompería definitivamente y así fue, aunque también, como de que podía llover aquel día, intuía que podía pasar. Desde hacía un tiempo, algo más de un mes, la relación se había deteriorado; pareciera como si la luz de Sara se hubiera apagado y esto provocaba que cuando se veían no se rieran tanto, ni soñaran, discutieran más e incluso dejó de preguntarle qué estás escuchando, y, aunque Roberto pensaba que podía deberse al cambio hormonal producido por el embarazo, o la triste resignación que sentía ella al estar embarazada a los veintitrés años, algo más dentro de él, sabía, tenía la certeza, de que el cambio de Sara no sólo era por esto. Pero como para la lluvia, para esto tampoco bajó protegido aquella tarde.

Después de secarse y ponerse un pantalón corto y una camiseta limpias, Roberto se sentó a la mesa a cenar. Pidió disculpas por haber llegado tarde, es que he tenido un poco lío, dijo, y luego se centró en su comida, sin decir apenas nada más. Tú nunca podrás ser un amigo para mí, Roberto, o lo eres todo o no eres nada. Y ahora no puedes serlo todo. El niño no es tu hijo y por mucho que quieras que así sea, incluso que le des el apellido, por mucho que lo aceptes como tal... no sé si podré vivir con eso, no puedo engañarlo así, engañarme así. Te quiero mucho, Roberto, mucho, te lo juro, pero ahora en mi vida tienes que ser nada. Y al recordar como Sara se iba después de decir esto, se alejaba del banco en el que tantos momentos habían pasado, llorando hacia su casa, andando rápido, sin darle ni siquiera tiempo a reaccionar, Roberto se derrumbó y allí mismo, en la mesa, delante de las verduras a la plancha que ese día su padre había preparado, se puso a temblar y a llorar y a maldecir y durante un tiempo estuvo fuera de sí, incapaz de contener el dolor. Entre su padre y su hermano pudieron sujetarlo y llevarlo a la habitación mientras su madre intentaba ponerle en la frente paños humedecidos en agua caliente, pues empezaba a tener sudores fríos. No era la primera vez que cortaba una relación con Sara, no era la primera vez que sentía dolor por esto, pero si era la primera vez que lo sentía de aquella manera. Al cerrar lo ojos, llenos de lágrimas, al levantar el sordo grito de dolor, podía ver el vacío, sentir el vacío. Intentó visualizarse así mismo, pero no veía; intentó hablar, pero apenas le salían gritos; tampoco podía escuchar: en el vacío no se escucha, en el vacío no se habla, no se mira.

Habían pasado un par de horas cuando su madre, con los ojos todavía rojos, entró en su habitación para llevarle un vaso de leche caliente. Antes llamó, como siempre hacía, y Roberto, con una voz todavía leve pero grave, como un susurro de Leonard Cohen, pensó, le dijo que pasara. Se sentó a su lado y después de dejar el vaso de leche en la mesilla, le dio un beso en la frente. Cuando habían logrado tranquilizar a Roberto, llevarlo a la habitación y acostarlo, fue su madre quien comenzó a llorar y a temblar, sobre todo por el susto, el terror que había sentido, pero también de impotencia, viendo como su hijo sufría sin ella poder hacer nada, sin poder paliar ese dolor.

Roberto solía contarles todo a sus padres, o casi todo. Habían vivido la primera parte de la relación, la ilusión de su hijo por la hija del quiosquero; vivieron la primera separación, cuando decidieron dejarlo, de mutuo acuerdo después de tres maravillosos años, como le había dicho Roberto a sus padres; cómo luego fueron amigos; se enteraron del embarazo de Sara la misma noche que ésta se lo contó a Roberto, y aceptaron, resignados, que Roberto rechazara la beca para hacer el doctorado en la London Bussines School, una de las más prestigiosas escuelas de economía y empresa del mundo. Que lo rechazara para estar cerca de Sara, para convertirse en el padre de su hija, para casarse si hacía falta, darle el apellido, lo que sea Mamá, de verdad, no puedo dejarla sola, no puedo dejar a Sara tirada; a Sara no. Aún la quieres, ¿no?- le había preguntado el padre-. Sí, mucho... significa todo. Pues nada- volvió a decir el padre- acabouse Londres... y bienvenido al futuro nieto. Y se empezaron a interesar por él: si era niño o niña, de cuántos meses estaba, si lo había visto en alguna ecografía, quisieron ver a Sara, cenar con ella una noche, que se pasara por su casa... Pero esa noche no pudieron dormir, ni la siguiente, ni la otra... Por un lado sentían como un triunfo propio el hecho de que se quedara con Sara, que la amara tanto como para perder la gran oportunidad de su vida: habían educado a sus hijos para que tomaran este tipo de decisiones, las que marcan una vida, de una forma libre y responsable, sin gritos ni alaridos, hablando y reflexionando, pero siempre sintiendo el impulso del deseo, del corazón, siempre buscando lo mejor para él y los demás, intentando ser buena persona, no hacer daño, y Roberto así lo estaba haciendo con Sara; por otro lado, se sentían frustrados al ver como renunciaba a una carrera, no sólo por el hecho de perderla, sino por cómo le apasionaba ésta. A veces la madre de Roberto maldecía a Sara, la culpaba de todos lo males que pudieran ocurrir, de lo poco que sonreía su hijo últimamente, pero rápido se le pasaba y la veía como lo que era: una pobre chica que necesitaba más que nunca de la persona que más cerca sentía, que más cerca tenía, de la persona que, después de sus propios padres, más la amaba. La mala suerte, pensaba, había hecho que esta persona fuera su hijo. O la buena suerte, nunca se sabe.

Mañana voy a llamar a Londres, a ver si hay posibilidad de readmisión- le dijo Roberto después de beberse la leche. No te preocupes- le contestó la madre- no tienes porque tomar esa decisión mañana, deja pasar un par de días, intenta hablar con ella... No mamá, sé que lo ha hecho por mí... Y eso que había dicho sin pensar, como algo mecánico, como el buenos días al llegar a la mesa del desayuno, tomó luz en aquel momento y entendió por qué Sara lo había dejado. Entendió que lo había hecho por él mismo, que había renunciado al apoyo de la persona que amaba, a una vida con ésta, para que él no tuviera que vivir como un adulto prematuro, para que no tuviera que perder su carrera, su juventud; que ella podía, debía hacerlo, pues ella cometió el error, ella se quedó embarazada, pero que no él: no era ser el todo o el nada para ella, era un no puedo hacerte esto, y que si así se lo hubiera dicho, él nunca habría aceptado y por eso buscó otras razones. Entendió que Sara no podía permitirse que él lo dejara todo por ella, que no debía sufrir su error, que eso sería demasiado peso sobre ella misma, una losa que sería imposible de llevar. Supo entonces que nada podía hacerse, que de nada serviría hablar con ella, contarle que su decisión, su deseo, su mayor deseo era quedarse con ellas, que le daba igual Londres y el doctorado y que incluso su familia le apoyaba. Sabía que Sara nunca podría aceptar esto y pensó en ella, en cómo debía sentirse y aunque intentar visualizarla le hacía incluso más daño, que el dolor fuera más fuerte, más intenso, el saber el porqué le dejó más tranquilo, más consciente de lo que estaba pasando. De no enterarse de nada, de no saber por qué tenía que sufrir así, pasó a entenderlo todo. Y aunque no lo alivió, pudo relativizar. Pudo pensar.

- Tal vez pronto volvamos a encontrarnos y recuperar... eso que tuvimos, pero ahora debo intentar ir a Londres... seguir con mi carrera. Con mi vida.
- Duérmete hijo, mañana pensarás con más claridad, seguro.
- Gracias mamá.

Y después de darle otro beso en la frente salió de la habitación apagando la luz, y bajo las sábanas, iluminado por los haces de luz que las farolas creaban al colarse por las minúsculas rendijas de la persiana, vio a un joven derrotado, a un persona que con tan sólo veinticuatro años, y pese al prometedor futuro que tiene por delante, siempre llevará un vacío dentro de él. Y sus ojos volvieron a humedecerse.


Anteriormente:

Sara y Roberto 1. Biblioteca.
Sara y Roberto 2
Sara y Roberto 3. Concierto.
Sara y Roberto 4.
Sara y Roberto 5. Boda.
Sara y Roberto 6
Sara Y Roberto 7. Contracción
Sara y Roberto 8. ¿Me sacas?

1 comentario:

  1. Al fin vamos sabiendo cosas, atando cabos... este me ha molado, bastante...

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