jueves, 3 de septiembre de 2009

Sara y Roberto 7. Contracción

La tarde que Sara se puso de parto, Roberto estaba en Londres. Llevaba todo el día con pequeñas contracciones, pero no le había dado importancia. En cambio, aquel dolor que sintió en el salón, mientras estaba sentada viendo la televisión tranquilamente, debía significar algo. A su lado, su madre dormitaba con las manos puesta en sus piernas, que antes la acariciaban. A esa hora, las seis de la tarde, su padre estaba en el quiosco. Y Roberto en Londres, pensó.

Mientras sentía el dolor de aquella primera gran contracción, la que seguro indicaba que Susana ya quería salir, miró a su alrededor y todo lo que vio le pareció ajeno. Había vivido en esa casa, en casa de sus padres, durante toda su vida, pero en aquel momento en el que ser madre empezaba a ser algo tangible, más cercano, sintió que nada de lo que allí había le pertenecía, como si ella misma estuviera puesta allí como un elemento más de la decoración, ese souvenir de un viaje que llega a la casa y no pega nada con el resto, pero aún así lo sitúan en el centro del salón, donde mejor se ve. También su madre y ese irremediable dormitar característico que tenía cuando se sentaba en el sofá después de hacer todas las tareas, suspirando en cada respiración y ladeando la cabeza levemente hacia la izquierda, ese dormitar que tantas veces le había hecho sonreír, le parecía un personaje extraño, ajeno. Quería llorar. Necesitaba llorar. Y no era tanto por el dolor que sentía; era porque se sentía sola.

Cuando iban en el coche, camino del hospital, su padre le preguntó si quería que llamaran a algún amigo... o alguien. Ella le contestó que no, que ya había puesto Susana is coming en el Facebook y que así se enteraría todo el mundo. Después su padre y su madre se quedaron mirando al infinito, callados, compartiendo la soledad de Sara; o quizá sintiendo su propia soledad. Sara era su única hija y ahora, con sólo veintitrés años y una ilusionante carrera por delante, iba a ser madre. Eso pasaba antes porque las mujeres no tenían posibilidad de tener una carrera, pero no ahora. Y aunque Sara les había asegurado que seguiría con su carrera, ellos intuían que ésta se había acabado. Sentían como suya la soledad de toda una vida, la de su hija. Durante todo el embarazo, también sintieron, en simbiosis con ella, la misma tristeza que sentía Sara cuando recibía la llamada de una amiga para contarle lo bien que lo habían pasado la noche anterior, o lo de ese chico que solía ir por el Fotomatón, ¿te acuerdas de él?, Sara. Y ese ¿te acuerdas de él? actuaba como un mecanismo que le hacía bajar, un poco más, los ojos y la boca. Y su madre lo notaba, notaba que cuando todas sus amigas reían, ella sólo sonreía. Y sonreía de forma amarga, mientras veía que su tripa crecía sin remedio y que la hija que iba a tener, esa hija que venía a destiempo y con un padre no deseado, en algún momento nacería. También había pasado buenos momentos, claro. Se había emocionado en todas las ecografías, o mirándose al espejo notando cómo la barriga crecía, hablando con Susana por las noches, bajito, contándole cosas que habían pasado y cosas que estaban por pasar. Y había pasado buenos momento con Roberto, claro... con Roberto.

De quién era el padre del bebé nada sabían los padres de Sara; un compañero de la facultad, o del hospital, suponían. Nada les había comentado Sara, aquel sábado, en la comida, mientras los tres sorbían la sopa y les contó que estaba embarazada. La madre le dijo que algo sospechaba, que esas cosas una madre las nota, la caída de los ojos, el silencio de los últimos días, y no sé cuántas cosas más. El padre, después de salir del estado de estupor en el que quedó, fue quien hizo la pregunta.

- ¿Y de quién es?
- De nadie- dijo Sara mirando a la mesa, intentando olvidar esa parte de su vida.
- Y entonces, ¿qué vas a hacer?- volvió a preguntar.
- Tenerlo- y miró otra vez hacía abajo, esta vez a la sopa, como esperando algún apoyo entre las cientos de estrellas que allí nadaban.
- ¿Estás segura?- dijo la madre de seguido, tocando su mano.
- Sí, mama, estoy segura- y los miró a los dos, esta vez de forma decidida, aunque cariñosa, acariciando también ella la mano de su madre.

Cuando acabó la comida, el padre de Sara, poniéndose el abrigo para ir a echar la partida, ese día un poco antes de la hora en la que solía ser habitual, con aspecto triste, le dio un beso, y ya desde el quicio de la puerta le dijo que la apoyarían en cualquier cosa, que si había decidido tenerlo estarían con ella en todo momento... que la querían, por encima de todo. Y se fue, como si aquellas palabras que había pronunciado no fueran con él, como si esa fuera la etapa reina de su vida, aquélla en la que debía mostrar, exteriorizar algo que habitaba dentro de él, y no estuviera preparado para ello. Entonces Sara pensó que en esa media hora que había pasado lo había visto envejecer, que minuto a minuto había visto como por su rostro, por su cuerpo, habían pasado los años tan rápido como pasa el ave por los pequeños apeaderos; pensó en lo amarga que sería aquella partida, en lo difícil que debía ser para un padre ver arruinar la carrera de su única hija por un tonto descuido y empezó a dudar de todo... Se fue, corriendo, a su habitación a llorar y su madre la acompañó. Ella no lloraba, tampoco decía nada, sólo la acariciaba y esas caricias se convirtieron en el alimento que Sara necesitaba para reponerse. ¿Me pasas el móvil?- le dijo a su madre mientras seguía tumbada, secándose las lágrimas- voy a quedar con Roberto para contárselo.

Durante todo el tiempo que había pasado, Sara no había dejado pensar en Roberto, no quería escuchar ese nombre; quería, en ese momento, que Roberto fuera algo que únicamente habitara en ella, aunque deseara profundamente que fuera él, físicamente, quien le sujetara la mano, quien le ayudara a respirar, quien primero viera a Susana, quien le diera un beso en la frente diciéndole que ya había pasado todo, cuando todo hubiera pasado... como tantas veces habían pensado que sería, mientras él la acompañaba, en los primeros meses, a dar paseos o a la piscina del barrio. Como tantas noches en las que en vez de salir con sus amigos, Roberto se había quedado en casa de Sara viendo una película con un gigante bol de palomitas, o estudiando mientras ella leía algún libro sobre el cuidado de niños o el embarazo, seguramente regalado por él, y ella le leía párrafos y él le daba su opinión, con los ojos brillantes, deseando entrar en su vida.

Fueron pareja y después Roberto se convirtió en su amigo, en su mejor amigo. En su apoyo. Podían haber vuelto a ser pareja, pero poco antes de ese día, del día de la contracción, todo eso se acabó. Con uno sólo que se joda la vida es suficiente, pensó Sara, antes de tirarlo todo por la borda.

Fue su padre, llegando al hospital, quien pronunció el nombre. ¿No quieres que llamemos a Roberto?- preguntó. No- respondió Sara gritando, y esta vez el dolor era tan grande que convertía a cualquier otro sentimiento en algo pueril. E intentó irse a un lugar agradable, como le había recomendado la matrona -La Ozores, como la llamaba Roberto, pues se parecía a Adriana Ozores- en las clases de preparación al parto, y Sara pensó en la playa de Viñó, aquel verano en el que, casi sin quererlo, apareció en la estación de tren de Vigo. En los tres días que pasaron en la playa, acampados con apenas dos sacos, algo de comer y el Ipod de Roberto con la lista de reproducción “para que no me olvides” que le había enviado unos días antes, como acabaron la batería escuchando, con las olas del mar de fondo y las estrellas como única luz, Far from an Answer o You and I; recordaba los baños de Roberto a primera hora, todavía amaneciendo, con el agua fría, haciéndose el valiente; las canciones en gallego que le cantaba; como se imaginaban las vidas de los que iban a la playa y se ponían cerca de ellos, sus compañeros de toalla en aquella esquina que durante tres días hicieron suya. Y, por supuesto, recordó el sexo, como hacían el amor en esas silenciosas noches, el sudor dentro del saco, el olor que se mezclaba con el de los eucaliptos, el sabor del mar en cada beso, en cada parte del cuerpo de él por el que Sara pasaba la lengua, en cada arremetida de Roberto... y pensó, triste, que si estaba destinada a quedarse embarazada a destiempo, sin quererlo, hubiera deseado que fuera cualquiera de aquellas dos maravillosas noches que pasaron en la playa de Viñó la noche de la concepción.

Allí estaba cuando, ya en el hospital, le vino la siguiente contracción. En ese momento cogió fuerte a su madre del brazo, llorando, y cuando entre gritos le iba a decir algo, sonó el teléfono de Sara. Es Roberto- dijo la madre- ¿lo cojo?



Sara y Roberto 1. Biblioteca.
Sara y Roberto 2
Sara y Roberto 3. Concierto.
Sara y Roberto 4.
Sara y Roberto 5. Boda.
Sara y Roberto 6

5 comentarios:

  1. Voy a hacer como en Misery, te voy a secuestrar para que me escribas Sara y Roberto cómo a mi me gusta, ¿como que embarazada con 23 años? ¿te has pasado a la telenovela?

    ResponderEliminar
  2. cómo? que van a tener un hijo? pero qué es esto? un flashforward en plan Lost o qué? ale, de repente, de relación cuasiadolescente a relación con hijos.

    ResponderEliminar
  3. O va a tener un hijo o todo es un sueño, como el final de Los Serrano ;) Habrá que tener paciencia para descubrirlo... si os sigue apeteciendo, claro.

    Besos,
    Carlos.

    ResponderEliminar