jueves, 18 de marzo de 2010

Momentos deportivos II: El gol de Nayim

Si como bien supo ver Nelson Mandela, y contar maravillosamente John Carlin en El factor humano, el deporte es el mejor vehículo para unir y buscar puntos en común en sociedades divididas, estoy convencido de que en la España democrática, el día en el más nos sentimos como un país unido, empujando todos, independientemente de dónde viniéramos, de nuestras ideas o clases social, como si fuéramos una sola voz, fue el 10 de mayo de 1995 cuando, en París, en el minuto catorce y cincuenta segundos de la segunda parte de la prorroga, a sólo 10 segundos de los penaltis, Nayim cogió un balón al borde de la cal de la banda derecha y después de un segundo bote, le dio un zapatazo con la pierna derecha, cuerpo atrás para que el balón se elevara lo suficiente, que se coló, en una parábola perfecta, por encima del portero del Arsenal Shemann. Aquel día imagino abrazados, sin el menor de los reparos, al mayor de los independentistas catalanes con el señorito andaluz de polo con la bandera de España; al sin techo que lo tenía que ver desde los escaparates de la tienda de electrodomésticos con el ejecutivo que se paró en ese escaparate porque justo en ese momento salía de trabajar; al inmigrante que empieza a sentir este país como suyo, con el xenófobo que piensa que éste le quita su trabajo; a padres con sus hijos adolescentes; a parejas de novios enfadados por los pelos del desagüe; al rojo y al facha; el cura y el ateo...

Hay dos formas claras de no creerse en un primer momento las cosas que nos ocurren. Shemann y Victor Fernández representan las dos caras de una misma moneda: la incredulidad.

Shemann es la cruz: no está triste cuando se queda tumbado bajo la portería, no está desolado. Sabe que algo malo a pasado, pero no sabe qué, ni cómo, ni siquiera creo que en ese momento sepa cuándo.

La cara, en cambio, es la imagen de Victor Fernández llevándose las manos a la cabeza: como Shemann, no sabe lo que ha pasado, ni como, pero sabe que es feliz.


Y su felicidad, en los abrazos con Belsue, Pardeza, Poyet, etc., representa a una País entero, que en ese momento es feliz. Feliz por el qué: una recopa cuando el resto de copas que no eran la Copa de Europa tenían un importancia vital para los equipos menores y una fuerte competitividad; feliz por el quién: no sólo porque el Zaragoza de Fernández estuviera maravillando a Europa con un juego vistoso y lúcido, sino porque era el Zaragoza: si todas las comunidades autónomas tiene tópicos negativos (Madrid, chulos; Catalanes, ratas, Andaluces, vagos, etc.), sólo Aragón tiene un tópico positivo: el Aragonés es bruto, sí, pero también es noble y eso hacía que todos, casi sin excepción, nos sintiéramos identificados con su equipo, con su modesto equipo; y, por supuesto, feliz por el cómo: el final soñado de una final soñada, el gol que todo niño quiere marcar desde que juega en el parque, que todo aficionado sueña la noche antes de la final.

Son apenas cinco segundos los tarda el balón desde que sale de la bota de Nayim hasta que entra en la portería, el tiempo justo que le dio a mi padre en levantarse del sillón e irse a la cocina despotricando: “dónde va ese, coño, dónde va con ese tiro desde ahí”. En la puerta de la cocina, acabando su frase, ya sólo pudo escuchar los gritos de alegría de mi hermano Fer y míos, sólo pudo ver y unirse a nuestras manos en la cabeza y nuestros abrazos. Como todos los españoles, toda la familia, los que allí estábamos, nos abrazamos, saltamos, cantamos... fuimos felices. Sumamente felices.

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